El 21,3 %: los que oficialmente no tragan con el relato

El CIS ha vuelto a poner un número sobre la mesa: el 21,3 % de los españoles considera que la dictadura de Franco fue “buena” o “muy buena”. Y, como era de esperar, la reacción ha sido inmediata. Políticos, tertulianos y medios han salido en tromba a escandalizarse, a señalar a quienes forman parte de ese porcentaje como si fueran una anomalía moral o un residuo ideológico. Pero detrás de esa cifra hay mucho más que nostalgia: hay un cansancio profundo, una decepción colectiva y una sensación de que el país se ha desviado del rumbo que una vez tuvo.

Muchos españoles miran atrás y recuerdan algo que hoy echan de menos: orden, autoridad, respeto, trabajo y una identidad nacional compartida. España, con todas sus sombras, supo levantarse de la miseria, industrializarse, crecer y mantener cierta cohesión social. Quien vivió aquellos años, o los heredó en el relato familiar, recuerda un país donde las cosas funcionaban, donde la palabra valía y donde el esfuerzo tenía sentido.

Hoy la sensación es otra. Vivimos en un país crispado, dividido, con políticos más preocupados por su imagen que por su responsabilidad. La corrupción se ha normalizado, la meritocracia se ha evaporado y los valores que antes unían se han convertido en motivo de burla o de enfrentamiento. El 21,3 % que el CIS señala no son “franquistas”, son desencantados. Son quienes sienten que la democracia, en su forma actual, no cumple lo que prometió. Que la libertad no tiene valor si está vacía de justicia, ni la democracia sentido si solo sirve para enfrentar a unos con otros.

Esa cifra, lejos de representar una amenaza, es una señal de alarma. No habla de un país que quiere volver atrás, sino de uno que no encuentra motivos para creer en el presente. Muchos de los que respondieron “bueno” o “muy bueno” al CIS no piensan en la represión ni en la censura, sino en la estabilidad, en la seguridad, en la sensación de pertenecer a un proyecto común. Es una mirada que puede incomodar, pero negar su existencia o despreciarla solo agranda la fractura.

La historia no puede escribirse a golpe de decreto ni de propaganda. El franquismo tuvo luces y sombras, y reconocer una parte no significa negar la otra. Lo peligroso no es hablar del pasado, sino prohibirlo. Cuando una sociedad necesita borrar símbolos, silenciar voces o reescribir la memoria para sostener su relato, demuestra debilidad. España necesita madurez para hablar de su historia sin miedo, sin consignas y sin convertir cada debate en un campo de batalla ideológica.

Ese 21,3 % no pide volver atrás, pide coherencia. Pide que se recupere el respeto, la autoridad moral, la honestidad y el orgullo de ser españoles. Pide un país que funcione, donde la palabra cuente más que el postureo y donde la historia se estudie sin manipularla. La democracia no puede sostenerse sobre el olvido selectivo ni sobre la condena perpetua de media España. Si de verdad queremos avanzar, habrá que aceptar que hay millones de personas que solo piden una cosa: que su país vuelva a tener rumbo.

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