La Iglesia debe dejar de aceptar dinero del Estado al que debe denunciar
Hay algo profundamente incoherente —y peligrosamente cómodo— en la actitud de buena parte de la jerarquía eclesiástica actual: reciben dinero del Estado mientras guardan silencio ante sus abusos. O lo que es peor, los bendicen.
¿Cómo se puede ser voz profética si se depende económicamente del poder político? ¿Cómo se puede denunciar la injusticia si se vive financiado por quienes la promueven? Una Iglesia que se arrodilla ante el BOE no puede ser libre, ni fiel a su misión.
El Estado actual, regido por gobiernos que han hecho de la ideología un dogma de fe, promueve leyes abiertamente contrarias al Evangelio: aborto, eutanasia, ataques a la familia, persecución velada a quienes no piensan como ellos… y ahora, una ofensiva descarada para destruir la memoria de la reconciliación nacional representada en el Valle de los Caídos. ¿Y qué hace la Iglesia institucional? Salvo contadas excepciones, calla. Otorga. Se esconde.
La razón es evidente: no se muerde la mano que da de comer. Pero ese silencio comprado tiene un precio: la pérdida de credibilidad, de autoridad moral y de alma. La Iglesia que acepta dinero del Estado para mantener su estructura, sus templos o su influencia, se convierte poco a poco en una ONG bien vista, inofensiva y sumisa.
Si quiere recuperar su voz, la Iglesia debe romper con esa dependencia. Volver a confiar en su pueblo, en la generosidad de los fieles y, sobre todo, en la fuerza de la verdad. Solo entonces podrá mirar de frente al poder, denunciar el pecado del mundo y ser verdaderamente libre. Como lo fueron los mártires. Como lo fueron los obispos asesinados por el Frente Popular. Como lo exige la hora presente.
Una Iglesia financiada por el poder será siempre débil ante él. Una Iglesia libre, aunque pobre, será siempre invencible.