Los últimos fusilamientos del franquismo
El 27 de septiembre de 1975, apenas dos meses antes de la muerte de Francisco Franco, España fue escenario de cinco fusilamientos que marcaron el final de una etapa. Los ejecutados pertenecían a dos organizaciones que, desde la óptica del régimen, suponían una amenaza directa a la estabilidad del país: ETA y el FRAP.
Fueron condenados a muerte José Humberto Baena Alonso, José Luis Sánchez-Bravo Solla y Ramón García Sanz (militantes del FRAP) y Jon Paredes Manot, “Txiki”, junto a Ángel Otaegui (militantes de ETA).
Los primeros habían asesinado a policías y militares, y los segundos defendían la vía revolucionaria con ataques violentos en plena calle. En ese contexto, el régimen defendía que no se trataba de opositores políticos, sino de delincuentes armados que atentaban contra la vida y contra el orden establecido. El mensaje era claro: frente al terrorismo, ni un paso atrás.
Los juicios fueron rápidos, celebrados en consejos de guerra. Para la dictadura, los tribunales militares garantizaban castigo inmediato y ejemplar frente a quienes atacaban a la autoridad y a la nación.
Aunque las presiones internacionales pedían clemencia, el régimen respondió con firmeza: el Estado no podía doblegarse ante amenazas externas ni mostrar debilidad frente a organizaciones que usaban la violencia. Las protestas en Europa fueron inmediatas, pero desde España se interpretaron como injerencias intolerables en asuntos internos.
Franco, ya muy enfermo, firmó personalmente las condenas a muerte. Para el régimen, aquello fue un gesto de autoridad: incluso en sus últimos meses, el Caudillo mostraba que la dictadura mantenía el control.
Aquellos fusilamientos fueron la última lección de autoridad de un régimen que se negaba a mostrar debilidad en su agonía.