Vivir bien en tiempos de Franco: una memoria que también existe
El debate sobre si en la dictadura se vivía mejor sigue vivo, y cada vez que alguien lo menciona parece que hay que elegir bando entre quienes recuerdan penurias y quienes recuerdan estabilidad. Esta misma semana, en La Razón, se publicó el testimonio de una mujer mayor que aseguraba que durante aquellos años la mayoría vivía en chabolas y sin váter. Su relato es real y forma parte de la historia, pero no es la única memoria posible. Frente a esas vivencias, también está la de quienes aseguran que para ellos fueron tiempos de seguridad, de trabajo y de una vida más sencilla y estable que la actual.
Es cierto que en la España de aquellos años convivían dos mundos muy distintos. En las zonas rurales atrasadas y en los barrios periféricos de las grandes ciudades, muchas familias vivían sin baño, sin agua corriente y en casas precarias. En ciudades como Madrid o Barcelona se levantaron cinturones de chabolas que acogían a quienes habían emigrado del campo en busca de oportunidades. Esa es una parte innegable de la realidad. Pero, al mismo tiempo, millones de personas disfrutaron de viviendas nuevas en los polígonos que empezaron a construirse, con baño propio, cocina y servicios básicos. Para ellos supuso un salto enorme respecto a lo que habían conocido sus padres y abuelos. Esa otra experiencia también existió, aunque hoy se mencione menos.
Quien vivió aquellos años y los recuerda con bienestar no lo hace desde la ignorancia ni desde la idealización, sino desde la experiencia concreta de haber tenido un empleo estable, una familia unida y una comunidad que funcionaba. Conseguir trabajo no era una odisea como lo es ahora para tantos jóvenes. Lo normal era que quien quería trabajar, trabajara, y que pudiera mantenerse con ese sueldo. Había menos lujos, sí, pero también menos angustia. La seguridad de que el esfuerzo encontraba recompensa es lo que muchos señalan como una de las grandes diferencias con la actualidad.
La vida cotidiana estaba impregnada de una cercanía que hoy se ha perdido. Los barrios eran auténticas familias extendidas. Se conocían los vecinos, se compartían las dificultades y se celebraban juntos las alegrías. Los niños jugaban en la calle hasta la hora de cenar, y las casas permanecían abiertas a la confianza. Esa sensación de comunidad era tan fuerte que todavía hoy se recuerda con emoción. La vida no estaba marcada por la prisa ni por el aislamiento, sino por un contacto humano constante que daba calor y sentido a la existencia.
Tampoco se puede olvidar la sencillez de aquel modo de vida. No había la presión del consumo desaforado ni la dictadura de la apariencia. Se vivía con lo que se tenía, y eso bastaba. Las familias encontraban en lo básico la posibilidad de ser felices: una comida en la mesa, un rato de conversación, el cine del domingo, las fiestas del pueblo. Frente a la ansiedad de nuestro presente, dominado por la comparación permanente y por la obsesión de estar siempre conectado y siempre al día, esa austeridad resultaba liberadora. Muchos recuerdan que había menos, pero también menos preocupaciones, y que se podía vivir con calma.
España se transformó durante aquellos años, con fábricas, viviendas, infraestructuras y servicios que marcaron un cambio importante en la vida de millones de personas. No fue solo miseria y sufrimiento, también fue ascenso social y esperanza de futuro para familias enteras.
Tal vez la insistencia de algunos jóvenes en que antes se vivía mejor no sea una simple provocación ni una falta de información histórica, sino una reacción frente al presente. La precariedad, la falta de oportunidades, la inestabilidad y la sensación de inseguridad hacen que mirar atrás resulte tentador. El contraste no está tanto en que el pasado fuese idílico, sino en que ofrecía certezas que hoy parecen imposibles. Y esa diferencia pesa mucho en la memoria colectiva.
Hablar de aquellos años exige reconocer todas las experiencias, pero también dejar espacio a la voz de quienes se sintieron bien en ese tiempo. Porque su recuerdo no nace de la fantasía, sino de haber vivido en una España donde, al menos para ellos, había más orden, más trabajo y más comunidad. Negar esa memoria es amputar una parte de la historia. Y quizá el verdadero reto no sea decidir si se vivía mejor o peor entonces, sino preguntarnos por qué tantos, con todo lo que se ha avanzado, sienten que hoy la vida es más incierta, más fría y más solitaria que en aquellos años.