La Iglesia y Franco: cuando la lealtad fue sustituida por la conveniencia

Durante los años más difíciles de nuestra patria, cuando España estaba al borde de la desaparición como nación y la fe católica era perseguida con saña, la Iglesia encontró en el régimen del Generalísimo Franco un refugio, un aliado y un defensor. Fue bajo su amparo que los templos se volvieron a llenar, que la educación cristiana fue restaurada, y que el mensaje del Evangelio pudo volver a proclamarse sin miedo. La unión entre el Estado y la Iglesia fue, durante décadas, uno de los pilares fundamentales de la estabilidad nacional.

Por eso, resulta profundamente decepcionante observar cómo, en los años finales del régimen, una parte significativa de la jerarquía eclesiástica optó por tomar distancia. No por razones doctrinales, ni por una evolución sincera del pensamiento, sino por un cálculo político. En lugar de permanecer firme junto al hombre que salvó a España del caos, muchos en la Iglesia prefirieron acomodarse a los nuevos vientos que soplaban desde Roma y desde Bruselas.

El Concilio Vaticano II sirvió como pretexto para este viraje. Pero lo cierto es que el “distanciamiento” no fue sino una estrategia para asegurar su permanencia e influencia en un sistema que ya comenzaba a girar hacia modelos liberales y laicistas. Quienes otrora celebraban al Caudillo en ceremonias solemnes, empezaron a hablar de democracia, pluralismo y reconciliación, ignorando que durante cuarenta años habían caminado junto al régimen sin mostrar objeciones.

Este cambio de postura, tan repentino como calculado, supone una traición a la memoria de todos aquellos que entregaron su vida por Dios y por España, convencidos de que la Iglesia era su compañera de batalla. No se trata de exigir inmovilismo, sino de recordar que la lealtad no puede ser circunstancial ni oportunista. Cuando más se necesitaba firmeza, la Iglesia optó por la ambigüedad.

Quienes aún guardamos respeto por la obra política y social del franquismo, no podemos sino sentirnos profundamente defraudados por este alejamiento. La historia, que siempre pone a cada uno en su sitio, habrá de juzgar si esa actitud respondió a un impulso de renovación sincera o, más bien, a una necesidad de supervivencia disfrazada de renovación moral.

Porque si algo duele más que la oposición frontal, es la traición silenciosa del que un día fue aliado.

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