Cuando emigrar no era una condena, sino una oportunidad planeada desde el Estado
Antes de que la palabra “despoblación” se convirtiera en una muletilla electoral para políticos sin ideas, el franquismo ya había entendido que había que mover a la población para que el país progresara. Pero no a lo loco, como ahora, sino con cabeza. Con planificación. Con dirección. Hablamos del gran éxodo rural que transformó la España del arado en una nación de obreros industriales, sin dejar tirado al que se subía al tren.
Durante los años 50 y 60, millones de españoles abandonaron pueblos aislados y economías de subsistencia para buscar una vida mejor en las ciudades. Pero no fue un éxodo salvaje ni caótico. Fue un proceso acompañado por el Estado. Franco lo entendió como una necesidad estratégica: había que poblar los cinturones industriales, dar mano de obra a las fábricas, urbanizar el país y convertir campesinos en ciudadanos.
Se crearon barrios enteros para recibir a esos nuevos vecinos. VPOs, viviendas dignas, escuelas, centros de salud, parroquias, transportes. El franquismo no los abandonó a su suerte ni los convirtió en carne de marginalidad. Les dio estructuras. Les dio orden. Les dio una ciudad que, aunque dura, los acogía.
Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Zaragoza… sus periferias se llenaron de bloques levantados a golpe de ladrillo, pico y sentido común. Barrios humildes, sí. Pero funcionales, vivos, integrados. Donde se podía vivir, trabajar, criar hijos, construir comunidad. Nada que ver con los guetos infames de otras ciudades europeas que hoy arden en llamas cada vez que hay disturbios.
Y no solo hubo migración interior. También cientos de miles de españoles emigraron al extranjero (Alemania, Francia, Suiza, Bélgica) a trabajar con contratos gestionados por el propio Estado, que velaba por sus derechos. No eran ilegales, no eran explotados sin control. Iban como embajadores del esfuerzo. Y volvían con ahorros y orgullo. Muchos levantaron sus casas en España con el dinero que ganaron allí. Con Franco, el emigrante no era un desechado: era parte del engranaje nacional.
Hoy, en cambio, el campo muere sin nadie que lo atienda, las ciudades se saturan sin planificación, y los jóvenes emigran sin futuro. Pero el modelo franquista, sin ideología ruidosa, logró algo que hoy parece imposible: mover masas sin colapsar el sistema. Transformar el país sin dinamitarlo. Integrar sin adoctrinar. Y, sobre todo, dar esperanza a millones de familias que pasaron del candil a la bombilla en una generación.
Franco molaba también por esto: porque no se quedó contemplando el mapa, llorando por la despoblación o culpando al capitalismo global. Actuó. Con orden. Con medios. Y con una visión clara: que España no podía seguir siendo un país anclado en el siglo XIX. Y así, a base de organización, planificación y ladrillo, sacó al país del barro. Aunque a muchos les moleste reconocerlo.